Son dos personajes famosísimos. Uno de la historia, otro de la literatura. Contemporáneos. Muchos siglos antes de Cristo. Abrahán y Ulises. En el fondo, dos modos de vivir.
Ulises representa la lucha. Este héroe griego tuvo que batallar contra miles de dificultades. Puso en juego toda su fuerza, y consiguió sobrevivir a innumerables peligros: los maléficos cantos de las sirenas, la enconada lucha con Polifemo... Ulises peleaba por recuperar a su esposa y a Telémaco, su hijo. Ulises es fuerte y astuto, así que no se deja vender fácilmente: sabe que puede triunfar sobre dioses y hombres. Es poderoso y valiente.
Sin embargo, toda su fuerza no le sirvió para vencer a su trágico destino. La historia de Ulises está llena de confusión, muerte, sin sentido y vacío.
Mientras que Ulises es un personaje de la literatura griega, Abrahán es una figura histórica, que vivió en Ur de Caldea y acabó por ser padre de un pueblo numeroso como las estrellas del cielo: Israel.
Abrahán no representa la fuerza, como Ulises, sino la capacidad de escucha. Abrahán supo escuchar. Un día oyó en su corazón la llamada de Dios que le mandaba salir de su tierra para caminar hacia otro lugar que Dios le daría: Abram, Abram, vete de tu tierra y de tu patria, de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré... (cfr. Gn12, 1-2).
La vida de Abrahán no se fundamentó sobre la fuerza y el amor propio, sino sobre la experiencia de una voz interior e imperiosa que le llamó. Abrahán se fió de Dios y de su llamada, que resonaba en el fondo de su alma y le reclamaba una obediencia total. Mucho antes que mis propios pensamientos –pensaría Abrahán–, mucho antes que mis propias decisiones, está Dios mismo llamando a una filial obediencia.
Ulises: la fuerza, la astucia, el empeño, los puños, el agotamiento... y, al final, la desolación de poner toda la esperanza humana en la obra de las propias manos. Así viven muchos contemporáneos nuestros: ganar dinero, ser el mejor, despuntar en todo, no fallar nunca, la mejor inteligencia, el cuerpo más esbelto, el pelo más bonito... un perfeccionismo criminal.
Frente a Ulises, Abrahán: la confianza en Dios, el abandono, la escucha, la obediencia. Vivir de la confianza en Dios, esperar en Él; poner todo el empeño en hacer las cosas bien, pero sabiendo siempre que todo depende de Dios; no perder nunca la calma y saber escuchar siempre a nuestro Padre del Cielo.
Dos modelos de vida, dos modelos de conducta. ¿Ulises? ¿Abrahán? ¿Confiar solo en uno mismo o confiar sobre todo en Dios?
Un consejo: No pongáis vuestra esperanza en las obras de vuestras manos.
Enfocamos nuestra vida –todo el rato– conforme a nuestros planes. Nuestra imaginación está constantemente planificando el día, para hacer más y más cosas. Nuestra memoria nos recuerda constantemente el eco que tuvieron nuestras obras: si fuimos aceptados o acertados en aquello que hicimos, si nos aplaudieron o nos abuchearon, si gustamos o quedamos fatal. Finalmente, nuestra inteligencia razona todo el rato cómo conseguir más, como ser más, como crecer más, empleando cualquier medio que sea necesario. Estamos a gusto en la medida en que nos salen bien las cosas y a disgusto cuando las cosas no van como nos parece...
Como diría Jesús, esto también lo hacen los paganos. ¿En qué se diferencia tu vida de creyente? ¿Te fías verdaderamente de Dios?
Una vida pendiente de lo que somos capaces de hacer. Activismo. Eficiencia. Eficacia. ¿De veras quieres creer en eso? Piénsalo: uno no vale lo que es capaz de hacer, es mentira. Uno no vale lo que pesa su inteligencia, uno no vale lo que revela su cuerpo, unono vale lo que transparenta su belleza. El valor fundamental de la persona humana es el amor que Dios nos tiene a cada uno. Por eso somos capaces de amar a los demás, también cuando hacen cosas mal, o cuandono son el número uno, o cuando no son los más guapos ni las más guapas. Les queremos porque sabemos que son hijos de Dios y dignos de nuestro amor, independientemente de lo que tengan o de lo que hagan.
Hay un lugar muy concreto para aprender esta lección de amor de Dios: la Eucaristía, escuela de confianza en Dios. En ella recibimos el pan del cielo, don anterior a toda capacidad propia, regalo que supera cualquier disposición nuestra. Lo dice Jesús en el evangelio de hoy: Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. En la Eucaristía reconocemos el significado verdadero de la palabra gratuito: Dios nos da algo que está muy por encima de nuestras posibilidades. Dios se da a Sí mismo
La Eucaristía es un don del cielo que nos enseña a vivir según la mentalidad divina, a fiarnos de Dios. ¡Qué importante que nuestra vida la guíe el hambre del Don del cielo! Vivir y fomentar el amor a la Eucaristía es el mejor modo de aprender a vivir por un amor que no pasa. Nuestras acciones son efímeras, tienen fecha de caducidad. Hacemos algo y enseguida estamos deseando llevar a cabo un nuevo proyecto. Incansablemente activos. Eso está bien, si existe un deseo de algo mayor: el deseo del pan eucarístico y del mismo cielo.
Cuando recibimos al Señor en la Eucaristía, aprendemos a vivir de Dios, a vivir con Dios y a escuchar a Dios. Comulgamos... y ya no hay que pensar ni planificar nada más. Manda Él, como en la vida de Abrahán. Hemos llegado donde había que llegar. Con Dios. Con Él; en Él abandonamos todas nuestras cargas; comulgamos y renovamos nuestra confianza en Dios, nos acercamos al Don celeste, el Pan que sacia toda hambre, pacifica todo corazón, aquieta toda alma.
Si somos capaces en ese momento de poner nuestra confianza en Dios... ¡cuánta paz en el corazón! Una paz insustituible, que es imposible encontrar en ninguna realización material o profesional.
¡Señor –decimos con los discípulos–, danos siempre de este pan! (Jn 6, 34).
EVANGELIO
San Juan 6, 30-35
En aquel tiempo, dijo la gente a Jesús: —«¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Les dio a comer pan del cielo”». Jesús les replicó: —«Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: —«Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: —«Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed».
Fulgencio Espá. Con Él, 16 de abril
Fulgencio Espá. Con Él, 16 de abril