Vosotros también lo esperáis

          EL odio a la Iglesia es tan antiguo como la propia Iglesia. Aquel «grupo heterogéneo de bárbaros, esclavos, pobres y gentes de poca importancia» -como describe Chesterton a los primeros cristianos- que empezó a propagar el Evangelio se topó enseguida con la agresividad de sus contemporáneos, que habían asistido, entre la indiferencia y la irrisión, al nacimiento de cientos de religiones extrañas. Pero ante aquellos chiflados que predicaban la resurrección de un Galileo reaccionaron de forma muy distinta: pronto descubrieron que eran demasiado importantes como para ignorarlos; pronto pusieron en marcha la primera persecución religiosa; pronto inventaron nuevas torturas para aquel grupo de chiflados portadores de una Buena Nueva. 
 
          «Y, en aquella hora oscura -escribe Chesterton, con palabras dignas de ser cinceladas en el mármol-, brilló sobre ellos una luz que nunca se ha oscurecido, un fuego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los diversos crepúsculos de la historia; ese rayo de luz y ese relámpago por el que el mundo mismo ha golpeado, aislado y coronado a ese grupo; por el que sus propios enemigos le han hecho más ilustre y sus propios críticos le han hecho más inexplicable: el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».
 
          Ese halo del que hablaba Chesterton a veces se reviste con los tintes trágicos del martirio; a veces con los chafarrinones grotescos de la chabacanería y la burricie. Coincidiendo con la visita de Benedicto XVI a Valencia se ha organizado una carnavalada chusca que, bajo el lema «Jo no t´espere», trata estentóreamente de mostrar su repudio al sucesor de Pedro; carnavalada que nuestro Gobierno, en su esfuerzo patético por ocupar siquiera una nota a pie de página en los profusos anales del odio a la Iglesia, se ha apresurado a sufragar con dinero público. Tan estridente y desquiciada carnavalada no habría siquiera atraído nuestra atención si no fuera por la inexactitud del lema elegido. Y es que, en realidad, nadie espera con tanta expectación -horrorizada expectación-la llegada del Papa a Valencia como los promotores de la carnavalada, igual que nadie esperaba con tanta desazón y pululante miedo el nacimiento de Jesús como cierto reyezuelo llamado Herodes. 
 
          Aunque la iconografía cristiana ha querido recordar la Navidad como la manifestación de una paz que anega los corazones de los hombres, lo cierto es que la Navidad también es una declaración de guerra sin cuartel al Enemigo, que inspira a Herodes designios criminales, sabedor de que esa noche ha comenzado la cuenta atrás de su dominio. Los hombres de buena voluntad -los ingenuos pastores, los magos venidos de Oriente- celebraron con alborozo la llegada de Jesús; pero nadie lo celebró tan a lo grande como Herodes, quizá porque nadie lo aguardaba con tanto horror. La Navidad no es tan sólo un acontecimiento festivo o pacifista; hay algo en ella retador, algo que obliga al Mal a retorcerse en su nido de áspides, algo que hace que las bruscas campanas de la medianoche suenen como los cañonazos de una batalla que acaba de ganarse.
 
          Como el reyezuelo que se revuelve con furia en su palacio y decreta la matanza de los inocentes, porque sabe que ese Niño nacido en una cueva ha venido a derrotar su poder, los herodianos promotores de la carnavalada valenciana enarbolan sus proclamas desesperadas. Nadie como ellos espera con tan escandalizado horror la llegada de ese hombre vestido de blanco. Mientras sus pancartas se desgañitan, las campanas de Valencia suenan como cañonazos de una batalla que saben perdida, allá al final de los tiempos. Y, como ya conocen su derrota, sólo les resta el consuelo, triste consuelo, de condecorar a la Iglesia con su odio, que refulge en la bóveda de la noche con una fosforescencia extraterrenal.
 
JUAN MANUEL DE PRADA (19.06.2006)