Tras una fuerte ‘discusión’ con su conciencia, Bosco decidió arrojar el whisky, no sin pensar que había hecho la mayor tontería de su vida. “Pero lo cierto es que, la mañana siguiente, me desperté más contento que nunca. Había ganado mi primera batalla. Podían quitarme la libertad externa, pero yo seguía siendo dueño de mis propias decisiones”. A partir de ahí, Bosco se hizo un horario, en el que había tiempo para todo: rezar el rosario, hacer un rato de oración, hacer deporte, dormir… “Me guiaba por las casettes de música. Cada cassette era media hora aproximadamente. Tenía organizado todo mi tiempo en torno a esa música”.
Recuerda con cariño las navidades que pasó en aquella época: “Fueron las más felices de mi vida. De algún modo sentía que tenía que hacer proselitismo con mis secuestradores, y aproveché el día de Nochebuena. Ellos se sentaron junto a la ventana de mi zulo, pararon la música, y yo les hablé de Dios, de que tenían que arrepentirse…”.
Un tiempo después, Bosco encontró una ocasión para escapar: “Estaba probando una herramienta que había fabricado para abrir la puerta. Conseguí abrirla, pero no quería arriesgar, así que volví a cerrar la puerta. Pero solo podía cerrarse desde fuera. Así que me vi obligado a escapar”. Una serie de circunstancias milagrosas le permitieron la huida sin que los secuestradores se dieran cuenta. Bosco hace un balance positivo de toda aquella experiencia: “Aquella época fue como si Dios me dijera: no puedo volver a meterte en el vientre de tu madre, así que te voy a meter nueve meses en este zulo, para que nazcas de nuevo”.