¿A DONDE SE HA IDO DIOS?


 Hace más de cien años, un escritor ateo presentaba una escena aún hoy desgarradora. Describía a un hombre entrando con un farol en una gran plaza, diciendo a voz en grito: «¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!... ¿Adónde se ha ido Dios? ... Os lo voy a decir... ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros le hemos matado!... Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos». Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y le miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en pedazos, y se apagó. «Vengo demasiado pronto –dijo entonces–, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres»[11].
Muchos, leyendo estas líneas, han perdido la fe. Y, después de tantos años, casi podría parecer que el momento que anuncian ha llegado por fin: Dios, para mucha gente, no significa nada. Lo sabes bien, porque, si eres reconocido como cristiano, notas con qué extrañeza te miran. Lo ves a diario. Lo experimentas. Lo aprecias en tus compañeros. Luchas todos los días –con tu conducta alegre y normal– por hacer comprensible el nombre de Dios y de la Iglesia. Con todo, es un hecho que casi todos entienden casi nada.
Pareciera que se ha cumplido la profecía de Nietzsche, como si ya no quedara nada de sagrado, y lo religioso no fuera sino una reliquia pasada. Han hecho de Dios un concepto vacío.
¡Pídele al Señor con insistencia que se haga presente en nuestro mundo! ¡Que venga en nuestra ayuda y la de tantos hombres! Así te prepararás mejor para Pentecostés: implorando su presencia y rezando. Medita la primera estrofa de la secuencia al Espíritu Santo. Apréndela de memoria. Dila muchas –muchísimas– veces, como para contrarrestar la putrefacta profecía de la muerte de Dios:

Ven, Espíritu Divino,
Manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido,
luz que penetras las almas,
fuente del mayor consuelo.

Piensa que, cuando un hombre deja de creer en Dios –lo decía Chesterton–, pasa a creer en nada, y entonces es peor, porque se puede creer cualquier cosa. Nuestros compañeros de estudio o de trabajo, en su mayoría, tienen un poco de alergia a todo lo que suene a religioso, y muy especialmente a lo que huele a cristiano.
Se interpreta a la Iglesia católica como la portadora de un mensaje estrecho, contrario a la libertad; y la existencia de Dios y de Jesucristo se pone en tela de juicio.
Toca responder. Toca ser valientes. Toca ser mujeres y hombres que se fían de Dios, que invocan al Espíritu Santo que habita dentro de ellos. Valientes. Audaces, con verdadera fe. Lo primero es rezar: ¡Ven, Espíritu Divino!
Solo podremos transmitir la alegría de ser discípulos de Cristo si somos capaces de adoptar una actitud positiva ante lo que nos rodea. Con «espíritu de queja» será muy difícil que Dios vuelva a hacerse presente en el mundo. El Espíritu Santo es el gran «SÍ» de Dios: es el Amor de Dios, que se desborda y llena el mundo y los corazones. Decir un «sí» a Dios significa decir un «sí» grande al mundo, porque vivimos justamente en el lugar donde Dios quiere.
Este es nuestro punto de partida. Un «sí» redondo. Un «sí» grande. Un «sí» enorme. O sea, personas humanamente positivas: suficientemente sobrenaturales para poder convivir con las circunstancias que nos rodean, tantas veces ajenas a Dios. Seremos también personas plenamente espirituales, y justamente por eso cien por cien humanas. Y sabremos disfrutar como el que más con la música, la moda, los gustos y el deporte, siempre que no sean contrarios a la ley de Dios.
¡Así nos quiere el Señor!, ¡así somos los cristianos! Hombres y mujeres llenos de vitalidad. Atractivos. Que visten bien, que gustan de lo bueno. Amantes de tantas cosas fantásticas que hay en el mundo: bien fijos en la entraña de la tierra. Los pies en el suelo. Procura, por favor, no ser –en la medida de lo posible– de otro planeta, y eso, sobre todo, por amor a Dios, que es providente.
Espíritu Divino, ¡manda tu luz desde el cielo! Un primer propósito: pídele al Espíritu Santo ser una persona luminosa y alegre.

Para transmitir esa luz, no basta sonreír o tener una apariencia agradable. Nada más áspero que la conocida sonrisa falsa. Una sonrisa, si es todo y solo forzada, es como mentirosa, porque el resto del cuerpo, de la palabra, de las posturas... la desmienten. Eso, discúlpame, puede producir cierta alergia.
Para volver a hacer a Dios presente en nuestros ambientes, para que venga el Espíritu Santo de un modo nuevo (¡Ven, Espíritu Santo!),tenemos que ser capaces de hablar desde el centro mismo de nuestra existencia. Piensa que, si quieres tocar el corazón de los otros, primero tendrás que cambiar tu propio corazón; y eso es algo que hará contigo –si le dejas– el Espíritu Santo.
Métetelo en la cabeza. No puedes funcionar solo por la fuerza. No puedes crecer solo a base de puños. La vida cristiana no es tanto un esfuerzo sin límite como una gracia sin medida. El Espíritu Santo es capaz de cambiar nuestro pobre corazón, porque Él penetra en las almasy es fuente del mayor consuelo.
Fomenta el trato con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad hablando con Él muchas veces al día, ¡llamándole!, y pídele que te conceda una sonrisa auténtica que muestre tu particular convicción en la verdad y en el amor de Dios.
EVANGELIO
San Juan 16, 29-33
En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: —«Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios».
Les contestó Jesús: —«¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo».

Fulgencio Espá, Con El, 13 mayo

[11] F. Nietzsche, La gaya ciencia (1887), Palma de Mallorca 1984, n.255 (cit. en J. Burggraf, La transmisión de la fe en el postmodernismo: en y desde la familia) en http://www.conoze.com/doc.php?doc=8948#n1.

La persecución de los cristianos

1. Jesús nos advierte de la persecución para que suframos menos. 2. La persecución silenciosa de este siglo. 3. La persecución durará hasta el final de nuestras vidas: grandeza de alma.

1. Quizá sea signo de mentalidad conservadora o tan solo un modo de ganar siempre y encontrar, al menos, un consuelo. Me refiero a la costumbre que tienen algunos de apostar siempre por la derrota de su equipo favorito. Componen el siguiente constructo en su imaginación: si mi equipo gana, estaré contento; si pierde, al menos ganaré la apuesta.
Existe una cierta tendencia humana a ponerse siempre en lo peor. Se ve en este ejemplo, y es igualmente real cuando se trata de hacer una maleta. Comienzas por lo fundamental, lo que vas a usar, y poco a poco el equipaje se va llenando de cosas superfluas, por esa maldita manía de ponerme en lo peor. Lo que era accesorio se convierte en esencial, por si acaso llueve, por si acaso me veo en una situación donde deba ir más elegante... y, así, a poquitos, el volumen del equipaje sobrepasa el límite de peso de la compañía más benévola y acaba por exigir la presencia de algún hermano fuerte y bien dispuesto que haga el favor de cerrarla con esfuerzo... y todo por un conjunto de prevenciones que la mayor parte de las veces nunca ser harán realidad.
Es natural que uno quiera estar preparado para todo, y especialmente para lo peor. Disponerse para las cosas malas es una reacción humana natural, porque prever lo difícil y lo doloroso hace que, cuando llega, cueste mucho menos. Sin embargo, hay un solo dolor que el corazón humano no puede soportar: la desesperanza. Dicho de otra manera, la falta de esperanza puede acabar con el hombre más cabal o con la mujer más perfecta, porque ella solita es capaz de matar al amor. ¿Cómo podremos, entonces, prevenirla?
Un buen método consiste en tener noticia de aquello que me hace –o me va a hacer– daño y saber cuánto va a durar. Piensa que las situaciones más dolorosas son las que llegan de improviso o bien aquellas que se prolongan indefinidamente en el tiempo: ambas acaban minando la esperanza, y entonces sí que se sufre de verdad.
Jesucristo quiere que, si un día nos persiguen por su nombre, no nos pille desprevenidos, para que nuestra esperanza permanezca incólume. Si un día te ningunean por ser un hijo de Dios, o un cristiano auténtico, o miembro de una familia numerosa, o por no querer cometer determinados pecados contra la fidelidad a tu esposa o a tu esposo (¡a tu Dios!)... entonces, cuando seas perseguido, recuerda las palabras de Cristo en el evangelio de hoy: «si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. (...) Recordad lo que os dije» (Jn 15, 18.20).

2. Era en un pueblecito de la italiana provincia del Lazio. Don Carlos había sido invitado a comer por una familia de campo: solo asistirían los padres porque los dos hijos, ya mayores, excusaron su presencia por diversas razones. Hablaron de todo un poco. Ya en el café, la señora comentó con sorpresa cómo su vecina esperaba el octavo hijo y exclamó jocosamente: «¡Esa mujer parece una incubadora!».
El comentario hirió los oídos del sacerdote más que una daga afilada y, sin mediar un segundo, replicó: Señora, yo soy el pequeño de dieciséis... y mi madre no es una incubadora; es una verdadera mujer, de pies a cabeza: mujer y madre.
La situación se había puesto tensa, con el consiguiente sonrojo de la buena campesina, que se descompuso en mil disculpas después de tan desafortunado comentario.
La persecución que sufrimos hoy –al menos en los países occidentales– no consiste en la búsqueda y captura con el fin de dar muerte a los cristianos. El evangelio que anuncia la persecución se cumple hoy en esa caza silenciosa de la crítica, de la mofa, de la burla, del sarcasmo.
Este acoso se concreta en la exclusión de cristianos de determinados puestos de trabajo (jueces, médicos, farmacéuticos, abogados); en el rechazo a la maternidad, en la mofa de la virginidad antes del matrimonio o de las relaciones sexuales limpias y abiertas a la vida, en la incomprensión a la vocación al celibato o a la vida consagrada... Es precisamente en estos campos donde en el siglo XXI se persigue a los cristianos.
Ante este panorama, ¿qué puedes hacer tú? Ofrece al Señor tanta incomprensión, que probablemente experimentes aun con personas muy queridas –¡incluso en tu familia, entre tus compañeros!–. Habla con Él de las situaciones que te han hecho sonrojar o de aquellas otras donde no fuiste capaz de responder auténticamente: te dio miedo. Dile que quieres ser suyo, que quieres dar testimonio, que quieres ser valiente, que quieres ponerte siempre de su parte porque, además, conoces la promesa del Maestro: «quien se pone de mi parte delante de los hombres también yo me pondré de su parte delante de mi Padre del cielo».

3. Jesús nos advierte del peligro futuro –la persecución– pero no nos dice si se prolongará o no durante mucho tiempo, si será larga o corta. No nos dice: estad preparados, porque la persecución será dura, poco a poco os quitarán cosas: primero la fama, luego los bienes (y antes de nada el teléfono móvil touch screen que te acabas de comprar), más tarde os separarán de vuestra familia y finalmente os quitarán la vida. Esta persecución durará treinta y dos meses y tres días, pero luego seréis liberados de tal o cual manera...
El Señor no nos ha dicho nada de eso. Sin embargo, nos ha dado alguna pista para que sepamos a qué atenernos: «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20); y a Jesucristo le persiguieron hasta el final de su vida, causándole la muerte. Por eso, podemos pensar que nuestra persecución –en esas cosas pequeñas o en otras mayores– durará hasta el final de nuestras vidas. Y así, aunque las dificultades no pasen, no debemos perder la esperanza: «No es el siervo más que su amo».
Grandeza de alma para saber soportar con alegría y amor las dificultades. Son estos tiempos de crisis, y en ellos demostremos al resto de los hombres –como decía san Ignacio de Antioquía– que el cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza de alma. La magnanimidad (magna-anima) de quien no espera tener algún día una casa grande –con piscina y jardín– y un Jeep para ir a esquiar, sino que tiene la inmensa y firme esperanza de alcanzar el Amor Supremo, un Amor que no envejece ni se acostumbra a amar, una felicidad que no pasa, una alegría mayor que la de descender fluidamente por una pista alpina que nunca termina... Demostrémoslo brillando con nuestra paciencia y buen humor. Convenzamos a los demás con la palabra de nuestra caridad. ¿O de veras crees que ha existido alguien en la historia más feliz y más alegre que María?

Fulgencio Espá, Con El, 4 de mayo
EVANGELIO
San Juan 15, 18-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—«Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: “No es el siervo más que su amo”. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió».