La Tribu Danone

Son altos, generalmente rubios, de piel tersa y dentadura blindada por la ortodoncia. Lucen pelusilla de albaricoque en la epidermis, y huelen a Nenuco. No han oído hablar de las paperas, de la tosferina ni de los sabañones. Conocen el sarampión por la literatura y la seborrea por los anuncios de la tele.

No han sufrido mucho, la verdad: apenas un leve acné en la edad del pavo, y algunas espinillas, curadas con clerasil. Son guapos de puro sanos, metabólicamente hermosos, con esa belleza insolente que tienen los animalitos de exposición. No vivieron ninguna guerra -ni falta que les hace- ni más revoluciones que las musicales. Dios los libró del hambre de la posguerra, del estraperlo y del aceite de hígado de bacalao. No necesitaron abrasarse la epidermis con cataplasmas de linaza; todo lo más, unos untes de Vicks Vaporub. Mastican chicle sin azúcar y desayunan toneladas de cereales flotantes sobre hectolitros de leche pasteurizada, envasada en tetrabrick.

Pertenecen -según el antropólogo Kloster- a la dan up generation o generación danone; pero no es justo llamarlos generación, ya que la mayoría de los de su edad viven en órbitas más modestas y corrientes. Mejor sería calificarlos de tribu. Sí, eso es, se trata de la más acomodada, lustrosa y civilizada de las tribus urbanas.

Ellas son fuertes y grandes, a veces un poco chicotes; ellos también. Son moderadamente ricos, limpios de cuerpo y, según como se mire, también de alma; macizos, compactos y saludables; sensibles ante las desgracias ajenas y compasivos con los animales domésticos. A veces son piadosos con sus padres, y casi siempre, encantadores con el prójimo.

En su habitación, empapelada de pósters, hay un ordenador conectado a internet, una tele, un equipo de música con cuatro bafles, un móvil que le trajeron los reyes, las llaves de la moto y metros cúbicos de ropa en los armarios: pantalones vaqueros (Levis, Liberto, Dockers, Pepe jeans...), zapatillas (Reebok, Nike, Adidas), catorce cinturones y un mando a distancia para controlarlo todo desde la cama.

Su centro de gravedad es la nevera. Tan práctico electrodoméstico les permite desayunar, comer y cenar a la carta, sin oír aquella vieja y odiosa amenaza materna:

-¡Si no te lo comes ahora, te lo encontrarás para la cena!

Eran otros tiempos, probablemente fascistas, en los que se atentaba contra los derechos humanos más elementales.

Los chicos de la generación danone suponen que entre esos derechos humanos, el más irrenunciable es el derecho al placer, al confort civilizado, que aún no está reconocido oficialmente por las Naciones Unidas, pero pronto aparecerá en alguna relación o manifiesto. Sentirse a gusto con el propio cuerpo, es el ideal supremo y el punto de referencia más elevado de todo su sistema moral.

-Hija mía -exhortan las madres bimbollo a sus hijas danone- haz lo que sientas que debes hacer. Lo importante es que seas tú misma.

Con tan saludables y sencillas admoniciones, el riesgo de agobiarse o de sentirse culpable es mínimo.

Son los primogénitos del estado del bienestar, los herederos de la revolución más egoísta de la historia: la revuelta primaveral del 68, en la que sus padres lucharon por una sociedad sin tabúes.

Aquella aventura estudiantil tuvo como protagonistas a los chicos mejor alimentados y más conformistas del Planeta. Con sus pantalones campana, sus guitarras eléctricas, sus melenas al viento y sus canciones/protesta de luxe, no luchaban por la liberación de una clase o de un pueblo; envueltos en hermosas palabras -paz, ecología, amor, liberación...-, sólo buscaban librarse del aburrimiento a base de sexo, confort, marihuana fácil y un socialismo light, protector de todos los placeres y perseguidor de intolerantes y puritanos.

Allí comenzó la agonía del marxismo, que fue una plaga triste y devastadora, pero que al menos luchaba y pedía sacrificios a sus adeptos. Lo nuevo que venía era tan malo o peor.

De aquella tribu -amortiguada en sus excesos por los años y la obesidad- nacieron los chicos danone. Como digo, son ricos y civilizados, y han aprendido de sus padres que lo importante es cuidar el cuerpo para gozar de él mientras dure. Del alma han oído poco. Vienen -sin demasiada culpa- blanditos como el yogur, sensibles como oropéndolas, cándidamente egoístas como gatos siameses.

Algunos de mis amigos son así, y espero que no se enfaden por esta caricatura. Yo sé que un día se levantarán en armas y harán una revolución de verdad, como las antiguas. Lucharán contra sí mismos, contra los valores mezquinos que recibieron de mi generación.

Dice un refrán popular que segundas partes nunca fueron buenas, pero como hay gente que sabe hacer las cosas bien, éste no se aplica para la segunda parte de la película La era del hielo. La continuación de esta historia con los protagonistas que nos cautivaron en la pasada película, arranca de nuevo las carcajadas y también algunas reflexiones sobre valores o ideas quizás algo empolvadas en nuestra sociedad actual.

Enrique Monasterio

Eramos ateos perfectos

André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde "católico, apostólico y romano".


Ateo perfecto, pues no se planteaba el problema de Dios


El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: "Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)

El mundo: material y explicable


Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (...) No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

"Si a los veinte años quiere creer... "

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia... Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel...

Su dormitorio

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Fascinado por Marx

Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)

Día para el aseo

El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla..."

Navidad sin sentido

En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (...) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

La fiesta de nadie

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Sus padres unidos por el socialismo

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

La política llenaba la vida familiar


Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (...)

Jesucristo hubiera sido de los suyos


Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión".

Encontró a Dios sin buscarlo

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: "Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Como una sorpresa imprevista

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Bastaron cinco minutos

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

... y una alegría inagotable

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, "católico, apostólico, romano", llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Una transformación instantánea y total


Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

En absoluto fue un proceso


No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (...)

No intervino en su conversión


Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (...)

Alarma familiar

Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.

No había que inquietarse

Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la "gracia", dijo, un efecto de la "gracia" y nada más. No había por qué inquietarse.

Según el médico, curaría de la enfermedad en un par de años

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Sólo se le prohibió el proselitismo


Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella".

Best-seller mundial

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

Intelectual católico incluyente


En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

André Frossard. Dios existe. Yo me lo encontré.

NO LLORES TANTO QUE SOLO ES UNA CÉLULA

María de la Cuesta quiso contarnos la terrible experiencia que le tocó sufrir cuando con 17 años la obligaron a abortar. Y quiso narrarlo así, a cara descubierta, con su nombre y su apellido, orgullosa de cómo ha reconducido su vida, pero eso sí, con el corazón en un puño, la voz entrecortada y las lágrimas asomando a sus hermosos ojos «porque nunca puedes perdonarte y jamás puedes olvidarte de que mataste a tu hijo».

La de María es una historia dura, pero habitual. Responde al perfil mayoritario de las mujeres que interrumpen voluntariamente sus gestaciones: menores de edad o muy jóvenes que se quedan embarazadas y son obligadas, en contra de sus deseos, a abortar por la presión de su pareja y/o su familia y por la situación socio-económicas de su existencia. No hay cifras oficiales, pero los especialistas consideran que entre un 75 y 80% de las mujeres que pasan por esta penosa experiencia responden a estas características.

Once semanas y tres días


Posee una voz muy dulce. Se emociona cuando rememora los episodios del drama que padeció cuatro años atrás: «Por circunstancias familiares me fui de casa muy joven. Vivía con mi novio y, al poco tiempo, noté una falta en la regla. Me hice las pruebas en la farmacia y salieron negativas. Pensamos que sería algún desajuste hormonal, pero yo me sentía rara. Insistía en que estaba embarazada. Mi novio decía que todo era un embarazo psicológico. Total que por fin nos decidimos a ir al ginecólogo».

«Tras ver la «eco»-prosigue- el doctor me dijo que estaba embarazada de once semanas y tres días. Aquello fue una tragedia. Yo quería tenerlo, pero mi novio, no. Que si estaba loca, que si no teníamos ni trabajo ni dinero, que si daba a luz me dejaba… Busqué ayuda en mi madre. Fui a verla. Estaba dispuesta a volver con ella pese a todas las desavenencias». Pero su respuesta fue cruel: «En mi casa no entras con barriga». La presión fue intensa. Amenazas de su novio, de su madre…

«Acabamos en el médico de cabecera. Nos dijo que si quería abortar debía hacerlo de inmediato. Él se encargó de todos los trámites. Como era menor de edad, tenía que ir acompañada de mi madre. También iba mi novio. Yo no quería entrar en la clínica. Casi me meten a rastras. No paraba de llorar. El psicólogo dijo que me dejaran a solas con él. En cuanto mi novio y mi madre se fueron le supliqué que me ayudara, que quería tener al bebé, que por favor no firmara el papel».

Tercera vez que pedía desesperadamente ayuda y tercera ocasión en la que la defraudaban. Primero fue su novio, luego su madre y finalmente un profesional de la sanidad que, además, era el que debía dar el visto bueno al aborto.

«Me dijo que no me preocupara, que él se encargaba de todo, que me tranquilizara y que pasara a la salita conjunta». Duró muy poco la esperanza. «Enseguida entró una enfermera. me dijo que me desnudara y me pusiera una bata. Entonces me di cuenta de que nadie iba a ayudarme y me puse a llorar». María se interrumpe. Le falta la voz. Su ojos brillan. «Es que me da tanta pena», susurra. Transcurren unos segundos y retoma el hilo de su historia: «No paraba de llorar y entonces la enfermera me dijo: «No llores tanto chiquilla que sólo es una célula. No te va a doler. Son unos minutos y listo. vas a pasar enseguida». En ese mismo instante quise salir del cuarto. Buscar a mi novio, decirle que podíamos intentar sacar a delante al crío, que no hacía falta abortar… Pero no me dejaron. me cogieron y me llevaron al quirófano. Allí se encontraba el potro. Allí me subieron. Lloraba. No paraba de llorar».

«Dicen que no duele. Es mentira. El dolor te acompaña toda la vida. Lo que has hecho te pesa siempre. Nunca te perdonas. has matado a tu hijo. Además, sufrí muchos efectos secundarios. No paraba de vomitar. No admitía ningún alimento. Padecí muchos dolores abdominales. Adelgacé una barbaridad. Pero todo el dolor físico no es comparable al psicológico. Cada vez que veía a una madre con su carrito, o a una mujer embarazada o a unos niños jugando en la calle me invadía una tristeza inmensa. No podía dejar de pensar en si mi hijo sería niño o niña, cómo sería su carita, sus manitas…».

En esos instantes de desánimo absoluto, de hundimiento total, María tomó una determinación increíblemente audaz: «Decidí que volvería a quedarme embarazada en cuanto pasara la cuarentena». En secreto, esperando paciente a que se agotaran esos 40 días de reposo recomendados por los médicos, se dedicó a buscar la ayuda que antes le habían negado.

A los 45 días ya se encontraba de nuevo embarazada, dispuesta a ser madre a cualquier precio, a llenar el vacío enorme que sentía, a tener a su hijo pasando por encima de cualquier dificultad. Esta vez contaba con un billete de tren en el bolsillo que le habían facilitada desde Madrid los de AVA (Asociación de Víctimas de los Abortos). «Me ofrecieron todas las ayudas imaginables. El billete, un piso de acogida, dinero, asistencia psicológica y médica… El mismo día en que me marchaba, con la maleta ya hecha, se lo dije a mi novio. Se derrumbó. Me pidió perdón. me dijo que él pensaba que lo que habíamos hecho era lo mejor, que se había equivocado, que por favor no le dejara… Juntos rehicimos nuestra vida. Le he perdonado. Yo he perdonado a todo el mundo, menos a mí».

«Cuando entré en el paritorio fue muy duro. El potro es el mismo que se usa para los abortos. La postura es la misma. Cuando me subí ahí otra vez, no pude evitar revivir todo aquello otra vez. No podía dejar de pensar que era la segunda vez que me subía y que la primera me lo sacaron muerto. Yo no soy creyente y, sin embargo, daría cualquier cosa porque algún día pudiera reencontrarme con esa criatura que maté, pedirle perdón, suplicarle que me perdone…»

María disfruta ahora de la pizpireta Paula, su pequeña de cuatro años, su pasión, «un hijo lo es todo. No me he separado de ella ni un minuto desde que nació. Cuando estás sin rumbo en la vida, y de eso yo sé un rato, tu bebé te da un objetivo».

«Me he decidido a contar mi experiencia -reconoce-, porque creo que si buscas ayuda la encuentras, pero sobre todo porque falta información. Te dan muy poca información y si la dieran, muchas mujeres no abortarían, porque no es algo ni sencillo ni indoloro. Es el peor de los asesinatos. El sufrimiento es terrible. Tu hijo, tu propio ser, no se ha muerto porque se haya puesto enfermo o haya tenido un accidente, sino porque tu decides acabar con él. Pesa sobre tu conciencia toda la vida. Así de crudo».

Proceso de duelo

Beatriz Mariscal, psicóloga especialista en tratar a mujeres que han pasado por ese trance, señala que debería hablarse de «síndrome post aborto, pese a que no esté recogido en los manuales de diagnóstico. Casi todas las mujeres pasan por unas fases muy similares. Se repiten en casi todas. Sufren un estrés agudo, depresiones muy profundas. Casi siempre las mujeres precisan de tratamiento psicológico y psiquiátrico, con medicación. Básicamente padecen un proceso de duelo, acentuado por un fuerte sentimiento de culpabilidad, porque han sido ellas las que han acabado con su hijo».

Una mujer que aborta va a pasar, según explica la especialista, «antes o después, según sus características, por todas o por algunas de estas cinco fases: 1º el «shock» inicial, cuando se enteran de lo que han hecho; 2º la negación; 3º la ira (se muestran irritable, se bombardean con frases como «por qué me pasa a mi esto»); 4º la depresión (se sienten culpables, las domina la apatía) y 5º la aceptación y entonces quieren ayudar a otras mujeres en su misma situación, o contar públicamente lo que les ha pasado. Hay que tener mucho cuidado, porque es frecuente que quieran dar ese paso antes de lo recomendado y hay que frenarlas».

El camino para llegar hasta el último estadio es largo. «Nunca menos de un año de terapia -matiza Mariscal-, aunque en realidad les dura toda la vida. Hay que realizar revisiones cuando vuelven a quedarse embarazadas y son madres porque pueden proyectar en sus hijos los sentimientos de culpabilidad, con un exceso de protección hacia ellos».

Beatriz señala, además, que en sus pacientes encuentra rasgos muy parecidos: «Son mujeres con falta de valores, inmaduras, que sufren cierta inestabilidad, que actúan bajo la influencia muy fuerte de padres, novios o parejas y que se ven sometidas a una intensa presión social, económica o laboral».

DOMINGO PÉREZ (MADRID)

Te voy a meter nueve meses en este zulo, para que nazcas de nuevo

Tras una fuerte ‘discusión’ con su conciencia, Bosco decidió arrojar el whisky, no sin pensar que había hecho la mayor tontería de su vida. “Pero lo cierto es que, la mañana siguiente, me desperté más contento que nunca. Había ganado mi primera batalla. Podían quitarme la libertad externa, pero yo seguía siendo dueño de mis propias decisiones”. A partir de ahí, Bosco se hizo un horario, en el que había tiempo para todo: rezar el rosario, hacer un rato de oración, hacer deporte, dormir… “Me guiaba por las casettes de música. Cada cassette era media hora aproximadamente. Tenía organizado todo mi tiempo en torno a esa música”.

Recuerda con cariño las navidades que pasó en aquella época: “Fueron las más felices de mi vida. De algún modo sentía que tenía que hacer proselitismo con mis secuestradores, y aproveché el día de Nochebuena. Ellos se sentaron junto a la ventana de mi zulo, pararon la música, y yo les hablé de Dios, de que tenían que arrepentirse…”.

Un tiempo después, Bosco encontró una ocasión para escapar: “Estaba probando una herramienta que había fabricado para abrir la puerta. Conseguí abrirla, pero no quería arriesgar, así que volví a cerrar la puerta. Pero solo podía cerrarse desde fuera. Así que me vi obligado a escapar”. Una serie de circunstancias milagrosas le permitieron la huida sin que los secuestradores se dieran cuenta. Bosco hace un balance positivo de toda aquella experiencia: “Aquella época fue como si Dios me dijera: no puedo volver a meterte en el vientre de tu madre, así que te voy a meter nueve meses en este zulo, para que nazcas de nuevo”.